Memoria cultural de una época
El nuevo régimen, surgido en abril de 1931, fue muy consciente de que necesitaba impulsar una auténtica cultura de Estado que llegara a todos los rincones del país. De este modo, el proyecto republicano estuvo muy presente en el teatro de Federico García Lorca, en las instituciones educativas, en el auge de la literatura o en la vitalidad artística.
Vecina de la Guerra Civil y víctima de ella, debiéramos empezar a evitar el intolerable abuso de ver en la República de 1931 un simple prólogo de la contienda, sembrado de irresponsabilidades y de culpas. No fue así, por mucho que lo repitan los seudohistoriadores que poblaron los recientes días del aznarato. Para saber que no fue un tiempo de provisionalidad bastaría con recordar el esfuerzo pedagógico que llenó el país de escuelas donde no las había y las escuelas, de maestros cursillistas. Aquellas Misiones Pedagógicas de 1931, que llevaron tantos estudiantes a las zonas rurales más apartadas, o la aventura teatral de La Barraca, organizada un año después por Federico García Lorca, fueron algo más que una inolvidable experiencia juvenil para gentes como Luis Cernuda (que fue misionero) o para la hija del ministro de Instrucción Pública, Laura de los Ríos (que fue actriz de La Barraca): vino a ser una actitud y un testimonio de compromiso cívico. Como lo fue la creación de la Universidad Internacional de Santander, tan bien orientada por su secretario, Pedro Salinas. O la celebración anual de la Feria del Libro, en Madrid. O la designación de Miguel de Unamuno como "ciudadano de honor de la República".
La República fue muy consciente de que asentaba los primeros cimientos de una cultura de Estado. Los imprescindibles diarios de Manuel Azaña incluyen, en abril de 1932, aniversario de la proclamación del nuevo régimen, una nota preciosa al respecto: "Di en la Presidencia un banquete a las autoridades y Gobierno, seguido de recepción y concierto". Y sigue: "He traído tapices del Pardo, muebles y arañas de La Granja y Riofrío, y algunos cuadros
[...]. Ahora ya se puede recibir allí sin sonrojarse. ¡Cómo lo tenían todo! [...]. Para el concierto llevé a la orquesta filarmónica. Había bastante público, todo oficial, y bastante mal educado". A despecho de los invitados descorteses, el flamante jefe de Gobierno sabía muy bien que aquellos signos de dignidad institucional redimían al país entero del patrioterismo chabacano de la Dictadura y de la naturalidad frívola de Alfonso XIII y sus cortesanos.
Y, sin embargo, si algo continuaba (y mejoraba) la República, esto fue el esfuerzo de los tres decenios anteriores, marcados por el talante de renovación que surgió en los alrededores de 1898. Pero aquellos logros de la Baja Restauración tuvieron mucho de iniciativas personales, que solamente en algún caso encontraron eco adecuado en la gestión de gobierno: siempre bajo el signo del Partido Liberal, como demostraron los casos de la creación de la Junta para Ampliación de Estudios o del Instituto-Escuela.
Lo que catalizó la fecha de 1931 vino a ser otra cosa, de signo manifiestamente público, aunque sus proporciones fueran modestas. No debemos ser nosotros los que abusemos ahora de las coincidencias que reprochaba más arriba. Pero algo, y a veces mucho, de la idea de República estuvo presente en los estrenos teatrales de García Lorca -Bodas de sangre, Yerma- que fueron acontecimientos muy señalados, como lo fue el rescate de Divinas palabras, de Valle-Inclán, en noviembre de 1933 (aunque éste no fuera precisamente un éxito de público). Y, por supuesto, lo estuvo en la acomodación del Teatro Romano de Mérida para su misión originaria, donde se representó la Fedra de Unamuno, con asistencia del Gobierno. Y fue una fiesta de afirmación republicana el estreno de Nuestra Natacha, de Alejandro Casona, en vísperas de las elecciones de febrero de 1936, donde sus jóvenes protagonistas encarnaban a los alegres camaradas de Misiones Pedagógicas.
Pero no eran menos republicanas las páginas de Ahora, con los cavilosos artículos de Unamuno; las de Cruz y Raya, con las ocurrencias de Bergamín (siempre en el filo del dislate), o las bellísimas del poemario de Pedro Salinas, La voz a ti debida, y las de aquellas biografías y novelas de Benjamín Jarnés, que tantos admiradores jóvenes tuvieron: tan republicana era la cabalgata de objetos modernos de los versos de Salinas como la desazón espiritual de los dubitativos héroes jarnesianos. Y republicano fue el buen gusto de los socios de ADLAN (Amigos de las Artes Nuevas), como lo fueron los ambiciosos y modernos proyectos urbanísticos de Barcelona (el Plan Macià) y Madrid (la prolongación de la Castellana, con los nuevos Ministerios y, por debajo de la vía urbana, los enlaces ferroviarios que los enemigos de Indalecio Prieto llamaron pronto "el tubo de la risa"). Emblema inequívoco de la modernidad republicana fue el Edificio Carrión, proa alzada a la entrada del tramo final de la Gran Vía que fue el republicano. Y aunque el artista hubiera muerto ya, fue republicana (e institucionista) la inauguración del Museo Sorolla, hermosa expresión de todo un concepto estético de España. Y, por supuesto, las películas populares de Cifesa (La verbena de la Paloma, de Perojo, y Nobleza baturra, de Florián Rey) y de Filmófono, la empresa de Ricardo Urgoiti, que contaba con Luis Buñuel como productor (Don Quintín el amargao, de Marquina, y La hija de Juan Simón, de Sobrevila).
La idea general era que se trabajaba para un país más feliz y más moderno. Juan Ramón Jiménez, que era un republicano de corazón, a fuer de admirador de la Institución Libre de Enseñanza, lo pensaba así, a la vista del crecimiento de la que llamaba su "Obra en marcha" y que gustaba definir como "trabajo gustoso", bajo el signo de una "ética estética". En las notas de su conferencia Unidad libre, escritas en 1936, al borde del abismo, el poeta reclamaba "el partido de la vida gustosa, añado, del trabajo agradable y completo". Y como consecuencia de éstos, la constitución de un "Estado poético, donde todos estaríamos en nuestro lugar, extremistas o transigentes de cada idea; que la poesía tendría la virtud de llevarnos a todos a nuestro propio centro, que es sólo centro, centro con izquierda y derecha fundidas". Porque todo era cuestión de desempeñar un "trabajo gustoso, respeto al trabajo gustoso, grado sumo de la vida".
Es inevitable que en sus palabras resonara aquella expresión que consagró el primer párrafo del artículo primero de la Constitución de 1932, "España es una República democrática de trabajadores de todas clases, que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia". Aquella invocación, tan doctrinaria como conmovedora, había concitado en su día numerosas chocarrerías que brotaron de una derecha política que, entonces como hoy, florecía en zaplanas, en acebes y en losantos. Pero, afortunadamente, no estaba de su parte el mejor poeta español del siglo XX. Y en su nombre, hoy debemos recordar lo más indemne, lo inmortal, del espíritu libre de 1931.
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