75 aniversari [ 1931 - 2006 ]

de la proclamació de la II República a Mallorca

6.11.05

Uso y abuso de la historia: la Guerra Civil

Por varias razones confluyentes, la llamada "memoria histórica" de la Guerra Civil española ha regresado al primer plano del debate mediático y del ámbito público. Es un fenómeno apreciable en el creciente volumen de publicaciones y polémicas registradas en los últimos años. Sin duda, este resurgir conlleva indudable importancia sociopolítica porque dicha contienda se sitúa en el origen de nuestro tiempo (aunque sólo sea porque aún viven protagonistas de un inmenso cataclismo con una cosecha de medio millón de muertos y otro medio millón de exiliados).

El confuso perfil que está cobrando este debate sobre la génesis, curso y desenlace del conflicto, sobre todo por el enconamiento de algunas manifestaciones, hace recomendable establecer unos parámetros historiográficos para su discusión razonada. Es una tarea difícil como sucede en todas las sociedades que deben afrontar un pasado traumático y divisivo (véase el peso del Holocausto en Alemania). Pero es también una tarea imprescindible para lograr que el conocimiento histórico desapasionado se convierta en fundamento de una convivencia social equilibrada y libre de hipotecas legadas del pasado. Los siguientes parámetros facilitarían ese encauzamiento del debate en términos propios de una ciencia histórica que tiene como divisa actuar bona fides, sine ira et studio (con buena fe, sin encono sectario y tras reflexión sobre la información disponible).

Primero. Cabría empezar orillando por absurdo el concepto de "memoria histórica". La memoria de cualquier persona, como facultad de recordar, es un atributo dado a escala individual: yo recuerdo mi infancia y el exiliado recuerda su partida al exilio. Lo que llamamos "memoria histórica" no es recuerdo biográfico sino "conciencia" formada por un tejido de experiencias, ideas recibidas, valores asumidos y lecturas mediadas: materiales de distinta procedencia que tanto se nutren de las propias vivencias biográficas como de las interacciones con otros iguales. Como ha recordado Todorov, la memoria es individual y las ideas que abrigamos sobre acontecimientos que no hemos vivido son parte de una conciencia que discurre en una esfera pública de discursos contrapuestos. Yo, nacido en 1961, tengo memoria de la llegada de la televisión en color, pero no puedo tener memoria del 18 de julio de 1936 porque no estaba allí. Y puesto que la "memoria histórica" no es tal sino conciencia, discurso o imagen, no puede ser unívoca sino plural. Me permito recordar una anécdota relatada por el padre Hilari Raguer sobre su conversación con el general Salas Larrazábal. Ambos tenían "memoria" de los bombardeos de Barcelona en marzo de 1938: el primero porque estaba a ras de suelo y corría a refugiarse para evitar la muerte; el segundo porque pilotaba aviones y buscaba los objetivos a batir.

Segundo. El reciente revival de ideas filofranquistas que justifican la legitimidad de la sublevación militar de julio de 1936 por el carácter anárquico-comunista del régimen republicano suele atribuirse al contexto político favorable que supuso la segunda etapa de Gobierno del presidente Aznar. Sin descontar esa posibilidad, creo que dicho fenómeno responde igualmente al cambio generacional registrado en la pirámide social española: el predominio en sus segmentos activos (de 25 a 45 años) de generaciones de "nietos" de la guerra, que ya no ven las cosas como los "abuelos" (soporte físico del difundido mito de la guerra como una "gesta heroica": ya sea franquista o republicana), ni tampoco como los "hijos" (base humana del mito del olvido necesario frente a una "tragedia colectiva" vergonzante). Este cambio de mirada correlativo al cambio generacional no es un fenómeno singular del caso español. Se encuentra en todas las sociedades de nuestro tiempo: ahí está la "desmitificación" de la heroica resistencia al nazismo en Francia o en Italia. Por otro lado, puesto que toda historia es historia contemporánea (en el sentido de que el pasado se mira e interroga desde la última generación viviente), ¿cómo cabe sorprenderse de que haya nuevas preguntas sobre la multifacética entidad de la Guerra Civil?

Tercero. La puesta en cuestión de imágenes consagradas sobre la guerra por relevo generacional se ha producido en un contexto social en el que era casi dominante, en el discurso público, una visión de la época de la Segunda República (1931-1936) que podríamos llamar "arcádica". Dicha visión fue resultado de un proceso iniciado en la década de los sesenta y tuvo grandes virtudes cívicas en la transición del franquismo a la democracia, en la medida en que restablecía la legitimidad de una demanda de restauración democrática y contrapesaba la masiva difamación que había constituido la razón de ser legitimadora de la propia dictadura. Pero era una visión filorrepublicana que la lenta labor de la historiografía nunca dejó de someter a crítica porque su labor es siempre sacrílega y nunca santificante. ¿De qué visión filorrepublicana hablamos? De aquella que supone que allá por 1936 había una tranquila y pacífica república democrática y, súbitamente, cuatro generales, otros tantos obispos y terratenientes, todos ellos alentados por Hitler y Mussolini, se lanzaron al asalto contra el régimen constitucional que tenía el apoyo de "todo" el pueblo español.

Contra esa visión simplista, que eclipsaba la profunda escisión social existente y la crisis de autoridad pública del primer semestre de 1936, se metieron a fondo unos nuevos historiadores profranquistas que vieron su oportunidad intelectual y aprovecharon el contexto político. Y lo hicieron maniqueamente y con abuso presentista de sus argumentos porque su propósito no era meramente historiográfico. Hay que recordar que esos nuevos autores ya no eran los viejos historiadores oficiales del franquismo, cuya legitimidad para pontificar sobre el tema estaba lastrada por su compromiso con un régimen hostil a las libertades y basado en la censura. Al contrario, algunos de ellos fueron activos y armados opositores a la dictadura. Y en esa novedad del neófito (aparte de su facundia y eficacia narrativa) reside buena parte de su fortuna. Aunque quepa dudar de su leal compromiso historiográfico. De otro modo, ¿cómo es posible que ignoren el análisis de Santos Juliá sobre la futilidad suicida de la Izquierda Socialista entre 1934 y 1936 y su efecto sobre la estabilidad del sistema democrático republicano? ¿Por qué desprecian los estudios de Martin Blinkhorn, Gil Pecharromán y otros sobre las vetas violentamente totalitarias e insurreccionales que definían a grupos derechistas como el carlismo, el falangismo o el monarquismo alfonsino?

Cuarto. El contexto políticodel revival del discurso oficial franquista (porque de eso trata el sedicente "revisionismo") es un factor clave de su fortuna mediática y pública. Con anterioridad a la etapa del último Gobierno del presidente Aznar, sus trabajos (todavía escasos) tenían el mismo éxito (para convencidos) de sus predecesores. Pero desde finales de los años noventa empezaron a recibir un apoyo mediático y parapolítico indudable (que no fue obra de todas las derechas existentes, en el poder o al margen de él). ¿Qué había detrás de esa cobertura? Creo que una voluntad amorfa e inconsciente de poner coto a las demandas del llamado movimiento de recuperación de la "Memoria Histórica" de los represaliados por el franquismo. Y ello sobre la base de impugnar la crueldad de los crímenes cometidos con el argumento de que eran parte de un proceso general de violencia "de ambas partes y por igual". Y también atribuyendo la exclusiva responsabilidad del fracaso de la democracia republicana a las víctimas de la represión y los partidos de la izquierda "irresponsable y antidemocrática".
Era una posición inteligente y previsible. Porque si la recuperación de la dignidad de aquellos muertos se hacía con la voluntad de señalar que "la nueva derecha en el poder era la heredera de los asesinos de 1936", no cabía esperar sino que los aludidos respondieran que "los reclamantes de ahora son los herederos de los subversivos que dieron al traste con la paz entre 1934 y 1936". Y así volvemos a las andadas de la generación de los "abuelos": los muertos como arma arrojadiza de legitimación propia y demonización ajena.

Me temo que estamos ante unos derroteros sociopolíticos peligrosos. Porque, si bien las responsabilidades de 1936 están claras en términos historiográficos (los militares que inician un golpe de Estado faccional son los primeros y máximos responsables de lo que viene después), también es verdad que la gradación de responsabilidades no deja inmaculado a ningún personaje, grupo político u organismo social, por acción u omisión. Y por eso "recordar" la Guerra Civil y "honrar" a sus víctimas requiere tanto sentido de la justicia como sentido de la prudencia. De hecho, sin entrar en primacías temporales o grados de vesania criminal, por cada "paseado" como García Lorca a manos militares siempre cabría presentar otro "paseado" como Muñoz Seca a manos milicianas.

Quinto. ¿Qué cabe hacer, entonces, con la "memoria" de la guerra y sus víctimas? Pues lo mismo que han hecho distintas sociedades enfrentadas a un pasado traumático, cercano y divisivo. Cabría poner punto final a la amnistía de 1977 y abrir un proceso para ajustar cuentas penales, como se hizo en 1945 en muchos países tras la liberación aliada del yugo nazi. El peligro es que sus resultados fueron muchas veces discutibles porque las responsabilidades afectaban a tantos millones que no cabía proseguir su curso hasta el extremo dado que ponía en cuestión la supervivencia del país. También cabría resignarse a saber únicamente lo que pasó mediante una comisión de encuesta que renunciara a ajustar cuentas y sólo compensara moral o materialmente a las víctimas. Es la opción asumida en la Suráfrica posterior al apartheid de la mano del informe del obispo Desmond Tutú y la preferida desde 1990 por los países ex soviéticos. Se trata, en fin, de un dilema clásico: o bien suscribimos el principio Fiat Iustitia, Pereat Mundo (Hágase justicia aunque se hunda el mundo); o bien nos inclinamos por la máxima Salus Publica, Suprema Lex (El bienestar de la sociedad es la ley suprema).

Honestamente, yo preferiría la segunda alternativa. Sin que por ello dejara de lado la necesaria restitución oficial de la "memoria" de los represaliados por el franquismo. ¿Por qué motivo? Porque sería una mera equiparación de situaciones entre víctimas. Porque es indigno no ayudar a los familiares actuales a localizar los restos de sus antepasados enterrados en fosas anónimas. Porque las otras víctimas de la violencia republicana (muchas inocentes y bien contadas gracias a la eficacia de la Causa General incoada por el franquismo) ya tuvieron su restitución oficial, sus muertes reconocidas, sus tumbas honradas, sus deudos gratificados. Se trata, en esencia, de una mera cuestión de justicia equitativa. Y deberíamos dejarla estar así, sin mayores polémicas sociopolíticas donde todas las partes, me temo, tendrían mucho que perder y más que lamentar.

Enrique Moradiellos es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Extremadura.
El Pais, 31 de octubre 2005