A vueltas con el franquismo
FRANCISCO BUSTELO
Treinta años han transcurrido desde que murió Franco y casi setenta desde que se sublevó contra la Segunda República. Tiempo suficiente para que el franquismo pueda analizarse en perspectiva histórica sin necesidad de beligerancia alguna. Además, escribir la historia desde el antifranquismo no es necesario porque afortunadamente la larga dictadura es agua pasada. Quienes defienden a Franco en la España democrática de hoy día son un puñado cada vez más exiguo, sin presencia apreciable en la vida política, los medios de comunicación o los libros de historia serios.
Los cambios políticos, sociales y económicos han sido tan grandes en los últimos 25 años que el franquismo parece pertenecer a otra galaxia, y quienes lo sufrimos tenemos que pellizcarnos para convencernos de que, efectivamente, hubo hace no mucho una España a años luz de la actual. Hablar del juicio sereno de la historia sobre el franquismo quizá sea, con todo, prematuro y haya que esperar todavía a que se sedimenten definitivamente las polvaredas del pasado. Pero sí puede decirse que ninguna de las muchas dictaduras del siglo XX saldrá bien librada de ese juicio. La libertad no tiene precio y es difícil, por no decir imposible, que un régimen autoritario ofrezca ventajas que superen el daño inmenso que supone en el plano político convertir a los ciudadanos en borregos.
Los muchos que defendieron en su día el franquismo y los pocos que lo hacen hoy se basan en tres argumentos. El primero consiste en decir que la Segunda República era incapaz de garantizar la convivencia pacífica de los españoles y que había una izquierda revolucionaria y antidemocrática a cuyos desmanes puso coto la sublevación militar de julio de 1936. El segundo argumento es que Franco mantuvo a España fuera de la Segunda Guerra Mundial. El tercero es el desarrollo económico del país que se produjo durante el franquismo y que, al atenuar mucho las tensiones sociales, permitió a la muerte del dictador la transición pacífica a la democracia.
Ninguno de esos argumentos es convincente. Si bien es cierto que en los años treinta había una izquierda radical que pretendía, equivocadamente, hacer frente con la violencia al peligro fascista propio de la época, los enfrentamientos entre españoles, aunque agudizados durante la Segunda República, no eran ninguna novedad en la historia de España. Ésta no había logrado en el siglo XIX ni en el primer tercio del XX una estabilidad política. Los enfrentamientos fueron casi continuos y no hacían falta amenazas revolucionarias para que sectores importantes de la derecha se sublevaran. Lo habían hecho antes otras veces y lo seguirían haciendo incluso después. ¿Acaso los pronunciamientos absolutistas y carlistas del siglo XIX, o el de Primo de Rivera de 1923, o el 23-F de 1981, eran justificadas reacciones contra el caos y el desorden? ¿No eran más bien airadas respuestas a que se quisiera implantar, con peor o mejor fortuna, una democracia que desafiaba las ideas de una sociedad tradicional a la que tan apegados estaban algunos españoles?
¿Por qué ese apego? Aunque sea calzarse las botas de las siete leguas del historiador, la respuesta hunde sus raíces en siglos anteriores; en la existencia desde la baja Edad Media de un régimen señorial con la hegemonía de unos nobles de mentalidad casi feudal; en la unidad a toda costa que impusieron los Reyes Católicos; en las glorias de un imperio improductivo, que por cierto intentó reverdecer Franco; en la Contrarreforma religiosa que cerró al país a toda influencia exterior, o en las muchas insuficiencias de la Ilustración del siglo XVIII.
En cuanto a la tan ensalzada neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial, fue cuestión de suerte. El historiador Preston ya explicó detalladamente hace 15 años cómo sólo la renuencia de Hitler a atender las peticiones de Franco, entre ellas la entrega de todo el Marruecos francés como condición para declarar la guerra a los Aliados, fue la razón principal de la "no beligerancia", término con el que el propio dictador designó a su actitud tan proclive al Eje. En esto de no entrar en la Guerra Mundial, a Franco, como en otras muchas cosas, le sonrió la fortuna, tanto que no es de extrañar que los más religiosos de sus partidarios lo consideraran hechura de la Divina Providencia.
Por lo que hace al desarrollo económico, es verdad que fue muy notable entre 1961 y 1974, pero si contemplamos todo el periodo de 1936 a 1975, el crecimiento de España, según cálculos míos, que confirman los de otros historiadores económicos, fue algo inferior al del Reino Unido e Italia, países ambos que participaron en la Segunda Guerra Mundial y partían de cotas más altas.
Al final, aunque como tantas veces en la historia quede la duda de cuál habría sido la suerte de España sin Franco, cabe decir que la sublevación militar de 1936 no era necesaria para evitar funestos desastres que probablemente no se hubieran producido, ni que la larga dictadura fue la contrapartida inevitable de un crecimiento económico harto desigual y que, probablemente también, habría sido igual o mayor sin un anacrónico y dilatado sistema de ordeno y mando.
Lo que nunca borrará la historia será la crueldad del franquismo. En la Guerra Civil la persecución del contrario fue implacable en los dos bandos, pero eso ya había ocurrido antes en la Guerra de la Independencia y en las carlistadas del siglo XIX. Lo que sorprende es el afán de acosar en la posguerra a un adversario que, por estar totalmente derrotado, no suponía peligro alguno para la dictadura. Dejar morir en la cárcel, a sus 70 años, a Besteiro, uno de los personajes más respetables de la historia de España; reclamar a la Gestapo, para fusilarlos, la entrega desde la Francia ocupada de Companys, presidente de la Generalitat, y de los ex ministros Peiró, anarcosindicalista, y Zugazagoitia, socialista, y la ejecución de tantos y tantos más, demuestra un bárbaro afán de venganza en quien se decía defensor de los valores más acendrados del cristianismo. Claro que el papa Pío XII alabó públicamente los "nobilísimos y cristianos sentimientos" de Franco, afirmación que, a la luz de la inmisericorde represión de los años cuarenta, debería figurar en toda antología de desaciertos de la Iglesia.
Treinta años han transcurrido desde que murió Franco y casi setenta desde que se sublevó contra la Segunda República. Tiempo suficiente para que el franquismo pueda analizarse en perspectiva histórica sin necesidad de beligerancia alguna. Además, escribir la historia desde el antifranquismo no es necesario porque afortunadamente la larga dictadura es agua pasada. Quienes defienden a Franco en la España democrática de hoy día son un puñado cada vez más exiguo, sin presencia apreciable en la vida política, los medios de comunicación o los libros de historia serios.
Los cambios políticos, sociales y económicos han sido tan grandes en los últimos 25 años que el franquismo parece pertenecer a otra galaxia, y quienes lo sufrimos tenemos que pellizcarnos para convencernos de que, efectivamente, hubo hace no mucho una España a años luz de la actual. Hablar del juicio sereno de la historia sobre el franquismo quizá sea, con todo, prematuro y haya que esperar todavía a que se sedimenten definitivamente las polvaredas del pasado. Pero sí puede decirse que ninguna de las muchas dictaduras del siglo XX saldrá bien librada de ese juicio. La libertad no tiene precio y es difícil, por no decir imposible, que un régimen autoritario ofrezca ventajas que superen el daño inmenso que supone en el plano político convertir a los ciudadanos en borregos.
Los muchos que defendieron en su día el franquismo y los pocos que lo hacen hoy se basan en tres argumentos. El primero consiste en decir que la Segunda República era incapaz de garantizar la convivencia pacífica de los españoles y que había una izquierda revolucionaria y antidemocrática a cuyos desmanes puso coto la sublevación militar de julio de 1936. El segundo argumento es que Franco mantuvo a España fuera de la Segunda Guerra Mundial. El tercero es el desarrollo económico del país que se produjo durante el franquismo y que, al atenuar mucho las tensiones sociales, permitió a la muerte del dictador la transición pacífica a la democracia.
Ninguno de esos argumentos es convincente. Si bien es cierto que en los años treinta había una izquierda radical que pretendía, equivocadamente, hacer frente con la violencia al peligro fascista propio de la época, los enfrentamientos entre españoles, aunque agudizados durante la Segunda República, no eran ninguna novedad en la historia de España. Ésta no había logrado en el siglo XIX ni en el primer tercio del XX una estabilidad política. Los enfrentamientos fueron casi continuos y no hacían falta amenazas revolucionarias para que sectores importantes de la derecha se sublevaran. Lo habían hecho antes otras veces y lo seguirían haciendo incluso después. ¿Acaso los pronunciamientos absolutistas y carlistas del siglo XIX, o el de Primo de Rivera de 1923, o el 23-F de 1981, eran justificadas reacciones contra el caos y el desorden? ¿No eran más bien airadas respuestas a que se quisiera implantar, con peor o mejor fortuna, una democracia que desafiaba las ideas de una sociedad tradicional a la que tan apegados estaban algunos españoles?
¿Por qué ese apego? Aunque sea calzarse las botas de las siete leguas del historiador, la respuesta hunde sus raíces en siglos anteriores; en la existencia desde la baja Edad Media de un régimen señorial con la hegemonía de unos nobles de mentalidad casi feudal; en la unidad a toda costa que impusieron los Reyes Católicos; en las glorias de un imperio improductivo, que por cierto intentó reverdecer Franco; en la Contrarreforma religiosa que cerró al país a toda influencia exterior, o en las muchas insuficiencias de la Ilustración del siglo XVIII.
En cuanto a la tan ensalzada neutralidad durante la Segunda Guerra Mundial, fue cuestión de suerte. El historiador Preston ya explicó detalladamente hace 15 años cómo sólo la renuencia de Hitler a atender las peticiones de Franco, entre ellas la entrega de todo el Marruecos francés como condición para declarar la guerra a los Aliados, fue la razón principal de la "no beligerancia", término con el que el propio dictador designó a su actitud tan proclive al Eje. En esto de no entrar en la Guerra Mundial, a Franco, como en otras muchas cosas, le sonrió la fortuna, tanto que no es de extrañar que los más religiosos de sus partidarios lo consideraran hechura de la Divina Providencia.
Por lo que hace al desarrollo económico, es verdad que fue muy notable entre 1961 y 1974, pero si contemplamos todo el periodo de 1936 a 1975, el crecimiento de España, según cálculos míos, que confirman los de otros historiadores económicos, fue algo inferior al del Reino Unido e Italia, países ambos que participaron en la Segunda Guerra Mundial y partían de cotas más altas.
Al final, aunque como tantas veces en la historia quede la duda de cuál habría sido la suerte de España sin Franco, cabe decir que la sublevación militar de 1936 no era necesaria para evitar funestos desastres que probablemente no se hubieran producido, ni que la larga dictadura fue la contrapartida inevitable de un crecimiento económico harto desigual y que, probablemente también, habría sido igual o mayor sin un anacrónico y dilatado sistema de ordeno y mando.
Lo que nunca borrará la historia será la crueldad del franquismo. En la Guerra Civil la persecución del contrario fue implacable en los dos bandos, pero eso ya había ocurrido antes en la Guerra de la Independencia y en las carlistadas del siglo XIX. Lo que sorprende es el afán de acosar en la posguerra a un adversario que, por estar totalmente derrotado, no suponía peligro alguno para la dictadura. Dejar morir en la cárcel, a sus 70 años, a Besteiro, uno de los personajes más respetables de la historia de España; reclamar a la Gestapo, para fusilarlos, la entrega desde la Francia ocupada de Companys, presidente de la Generalitat, y de los ex ministros Peiró, anarcosindicalista, y Zugazagoitia, socialista, y la ejecución de tantos y tantos más, demuestra un bárbaro afán de venganza en quien se decía defensor de los valores más acendrados del cristianismo. Claro que el papa Pío XII alabó públicamente los "nobilísimos y cristianos sentimientos" de Franco, afirmación que, a la luz de la inmisericorde represión de los años cuarenta, debería figurar en toda antología de desaciertos de la Iglesia.
EL PAÍS - Opinión - 23-07-2005
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